UNA MISIÓN
Hace mucho tiempo, un aviador relató su
encuentro con un pequeño príncipe venido de las estrellas. De las muchas
historias que el infante le reveló, brilló una entre todas ellas: el encuentro
con el zorro. Este sorprendió al príncipe con bellas descripciones de la
amistad; cuando los dos amigos concertaban su cita a las cuatro, el zorro le
confesaba ser feliz desde las tres. Tan sencillas y pocas palabras bien ilustraban
el sentimiento de alegría anticipando el encuentro con un amigo.
Era una tarde de verano. Quedaron en verse
de nuevo al día siguiente y ella quiso sorprenderle. Le dijo que se presentara
a las diez y cinco en la parada de autobús que quedaba cerca de la playa de
Levante, ni un minuto más, ni un minuto menos. Ella tomaría ese mismo autobús
algunas paradas antes. Aquella indicación debía cumplirla rigurosamente, pues
la coordinación era clave en la importante misión de esa mañana, como si la
dictaminara la mismísima Providencia. La inquietud se apoderó de él. Por una
parte, quería saber; por otra, el misterio le inspiraba y no quiso preguntar
más. El misterio ganó. Y ambos se despidieron hasta la mañana siguiente.
Con una emoción inusual dio un brinco de la
cama. ¿En qué consistiría la misión? No conseguía intuirlo. A las diez en punto
bajó rápidamente a la parada, llegando un minuto antes de la hora pactada.
Cinco minutos después asomaba un autobús en el horizonte, y una llamada perdida
en el móvil le indicaba que, efectivamente, ese era su autobús.
Pasaron la
jornada conversando y riendo sin tregua mientras el tiempo se escondía sin que ellos se dieran cuenta.
A las dos se dijeron adiós. De vuelta a
casa, se paró en seco y se rió. La misión era algo tan sencillo y especial como
pasar una mañana juntos, pero siempre se puede poner un punto de magia a la
ocasión.